Un hombre cualquiera cuelga la colada en el paréntesis de la
somnolienta sobremesa, donde resuena el rumor de los televisivos bustos
parlantes en el patio de luces.
¡Niño calla que no escucho el parte!, le reprende el
jubilado del tercero a su nieto ante los titulares del día. ¡Pero si es el
telediario!, le actualiza el niño. El silencio posterior concluye una batalla
en tablas. Realmente, con la que está cayendo, los informativos tienen más de
parte de guerra que de altavoz de la realidad, según el canal que se sintonice,
en un extenso pantone de grises.
Las tropas perfilan su estrategia hacia el este a las
puertas de la europea fortaleza de calderilla, mientras el vodka calienta el
gaznate de los soldados en las trincheras de los Urales. Así, el telón de acero
se desoxida con el aluvión de tinta que inunda titulares y editoriales de
opinión, en un viejo continente que había olvidado el olor a pólvora en su
propia casa. ¿Por qué reescribir las
pesadillas narradas por Kurt Vonnegut?, si el futuro se cimenta con las cenizas
que han construido la historia.
Y así un hombre cualquiera observa el blanco ondear de las
sábanas ante la tenue y desapercibida brisa de la libertad.
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