Un hombre cualquiera acude a un congreso de fin de semana sobre
vexilología para escabullirse de una tediosa reunión familiar.
Un hombre cualquiera observa curioso a un solitario asistente, sentado
en la penúltima fila del patio de butacas. Vagamente, el asistente observado
lee el dossier congresual, que le describe los puntos principales de la jornada,
mientras el ponente comienza la primera conferencia; "La historia de la bandera del Bierzo".
El asistente recoge, de
manos de la azafata, los auriculares para la cuarta conferencia del día. Absorto
del contenido del congreso, el asistente está más concentrado en otra cuestión.
Su rostro define su pensamiento, "parece que ella tiene la voz todavía más
dulce que la última vez, incluso diría más, es tan tierna que se desmenuza con
cada sílaba". Mejor dicho, visto desde fuera, es él quién se desmigaja en
la butaca al sentir vibrar aquellas palabras suavemente en sus tímpanos. El
ritmo cardiaco se acompasa entre los acentos y silencios de ella. Más que por
el contenido del discurso, su atención se centra en la articulada y limpia
alocución, ajeno al tiempo de descuento que marca el cronómetro. Al final, la
ponente se despide entre aplausos. Mientras, la azafata, inconscientemente, le
aleja de aquella voz, sin rostro ni aroma, al recoger los auriculares de la
traducción simultánea.
Y así un hombre cualquiera alcanza la primera
línea de las trincheras en la batalla familiar para hacer ondear la bandera
blanca de la paz.
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