Un hombre cualquiera describe a retazos, desde el exilio, su lugar de origen.
El conjunto de pueblos más duro del mundo llevan toda la vida luchando
contra si mismo y no son capaces de exterminarse. Lo encarnizado de esta
batalla se asienta en la dureza de los púgiles y el deseo de matar al oponente
antes de expirar los últimos 21 gramos. Todo ello sobre un tablero de fango que
traga lentamente a los luchadores de un enquistado duelo a garrotazos. No hay
bandera blanca, solo tricolor o rojigualda.
Una península borracha de envidia cuya resaca no se cura ni a la hora de la
siesta; y que, incluso, intenta expiar sus pecados en misa de doce cada
domingo, mientras señala, ciegamente, la paja en el ojo ajeno. La viga acaba aplastando
el libro de familia, cuyos hijos adoptados se consideran huérfanos con cada
reparto de la paga semanal. Ni siquiera queda pedirle cuentas al rey, sin
legitimidad divina ni democrática, para resolver el pasado enterrado en las
cunetas y, tampoco, para arreglar el futuro agrietado en los posos del café
para todos.
Y así un hombre cualquiera termina como empezó, intentando describir su
lugar de origen, a pesar del exilio.
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