martes, 6 de octubre de 2015

Lo subastado del tiempo

Un hombre cualquiera busca por el rastro un reloj de bolsillo para su londinense y jaspeado chaleco.

Un pequeño puesto de antigüedades llama su atención por el brillo de su género y por el cuidado esmero del tendero. El dueño de la relojería ambulante cuenta con grandes dotes comerciales y una incombustible labia, capaz de vender un iceberg a un poblado de esquimales. El precio algo elevado del reloj lo intenta aminorar con la subasta del reloj de bolsillo de Churchill, que alcanzó los 670.000 euros. Claro, a su lado, las dos cifras de la etiqueta del rastro suponen una limosna. Ante la estrategia del precio, el tendero lanza el órdago de poder controlar el tiempo
, como lo hizo Stalin, De Gaulle o el propio Truman, desde un reloj de bolsillo que ayudó a definir el mundo.
 
Mientras el tendero sigue engatusando a un hombre cualquiera, el tiempo se hilvana entre el segundero y el minutero para tejer el mapa donde buscar la felicidad. Pero, la felicidad depende de la percepción del reloj que la mida. Por ejemplo, el despertador se atraganta concatenando cada segundo con el siguiente y cuando el empacho llega a su apogeo, grita, como si no hubiera mañana, porque ya es hoy. Sin embargo, el reloj de la monotonía, envejecido por el tiempo, avanza ensimismado y sin ningún tipo de prisa. Al final, la pila o la cuerda del reloj se desgastan por la veloz o ralentizada percepción de la felicidad.
 
Y así un hombre cualquiera abrocha el extremo del reloj a su chaleco para encadenarse a los vaivenes del tiempo.

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