Un hombre cualquiera se plantea su voto para las próximas
elecciones mientras resuelve la sopa de letras de la cena.
La reflexión sobre el voto, no sólo se hace el día antes de
las elecciones, viene determinada por varias razones a lo largo de la
legislatura: economía, empleo, sanidad, educación, infraestructuras, transportes,
fórmula del estado o, por ejemplo, la empatía o vinculación ideológica hacia un
candidato o un partido. Y esta última cuestión se puede analizar desde su
reverso. Más allá del voto en blanco, el voto nulo y la abstención, siempre se
puede otear desde el odio. Sí, un votante puede tener dudas o titubeos sobre ciertas
políticas o candidatos de una candidatura. Pero, siempre va a tener claro por
quién o qué no va a votar por encima de su cadáver. Y, por ello, el sistema
electoral debería contar con el voto negativo. Por tanto, si ninguna
candidatura te convence, elimina a quién no debería gobernar, según tu parecer
lógicamente.
La noche electoral tendría más emoción que el televoto de la
última edición del Festival de Eurovisión. Los colegios electorales irían
aportando la suma de votos positivos hasta confeccionar un reparto de escaños
provisional. Y cuándo todos estén mascando los primeros resultados... comenzaría el escrutinio de los votos
negativos. Y ahí comienza el baile de votos y la resta de escaños. ¿El
resultado? La incertidumbre sembraría de miedo y pavor las sedes de los
partidos y de las casas de apuestas. Y en el peor de los casos no habría un
gobierno estable. Pero, ¿qué diferencia habría con la actualidad? Conociendo la
idiosincrasia de los habitantes de esta península histérica por el
enfrentamiento y las posiciones enconadas, el ganador de la noche electoral sería
el último en ahogarse en las tierras movedizas tras el duelo a garrotazos.
Y así un hombre cualquiera se va comiendo las iniciales,
anagramas y coaliciones hasta dejar flotando tres puntos suspensivos.
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