Un hombre cualquiera observa como
las chimeneas empiezan a vertir "su vómito de humo a un cielo cada vez más
lejano y más alto".
La ondeante senyera provoca una
suave brisa que a cada kilómetro que se aleja va aumentando hasta convertirse
en un temporal. Así, los malos humos se extienden como una plaga bíblica.
Seguro que el antiguo archivista del Vaticano, Oriol Junqueras, en sus lecturas
entre rejas, encontrará humeantes similitudes con la zarza ardiente y el polvo
surgido del trote de los jinetes de la Apocalipsis. O, incluso, el hijo
pródigo, Puigdemont, será recibido, si los del barco de Piolín y los supremos
de toga lo permiten, con honores después de sus 40 días vagando por el desierto
que rodea al Atomium.
Y, por decreto papal, los malos
humos no son bien recibidos en el Vaticano. Las plegarias de paz y amor no son
compatibles con el humo del tabaco, pero si con el humeante incienso que turba
la conciencia y oculta la pestilencia ocultada bajo las sotanas. ¿Y qué haremos
cuando ascienda de la Capilla Sixina una fumata negra?
Y así un hombre cualquiera observa
el cielo esperando una señal divina que explique cómo seguir hacia el futuro.
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