domingo, 4 de noviembre de 2018

Lo enmarcado de las anécdotas

Un hombre cualquiera se muda a un nuevo piso cuya ventana del salón da a una pared enladrillada.

La falta de vistas se resuelve a golpe de taladro con marcos pintados y fotografiados de lugares ajenos al tiempo. Las instantáneas y los óleos habitan en la memoria que los han vivido y en las anécdotas contadas una y otra vez. Allí vuelven los rostros imberbes y las melenas morenas; carnes de cañón de álbumes apilados, ahora, en las estanterías. Hasta la invención del espejo solo los demás tomaban nota del paso del tiempo; por eso, más de uno habrá querido convertirse en vampiro para obviar el reflejo de la realidad. Así, estos marcos delimitan los recuerdos y los compilan para detener el movimiento de las agujas.

Ahí sigue la brillante concha que marca el camino entre las piedras y la incesante lluvia. Aquellos chubascos que nos hacían guarecernos en acolchados sofás al abrigo del aroma del café. Donde las literarias plumas hacían diana entre cada sístole y diástole. A borbotones, como la rojiza tierra sobre la que el cartógrafo dibujaba la grandeza de las patrias chicas. Aquellas que se pasean en bicicleta y que pueden acabar en una vuelta al mundo en 80 días. 

Y así un hombre cualquiera disfruta de las vistas al ladrillo que evitan la decoración con banderas, la protocolaria simpatía vecinal y, sobre todo, protagonizar la ventana indiscreta.

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