Un hombre cualquiera gusta de
rebuscar la complejidad de las alocuciones transcritas a golpe del teclado de
una Olympia.
Lo enmarañado, lo complejo, en
definitiva, las ramas interconectadas de los asuntos cotidianos y
extraordinarios le sirven a un hombre cualquiera para exponer experiencias y anécdotas
como un predicador en el desierto. La razón estriba en que la reflexión sobre
lo ininteligible revitaliza y entrena la mente, propiciando la rapidez ante los
retos sencillos. Además, un hombre cualquiera adorna hasta el empacho barroco,
no por exceso manuscrito, sino por descripción detallada de lo vivido, mutando
cada detalle en un hecho memorable.
Las fáciles críticas chocan contra el
acantilado y la dura roca, que se refuerzan en su rígido arte de hacer rebotar
la marea, como el frontón devuelve la pelota a la mano del pelotari. Sin
embargo, la constante y percutora acción sobre la dureza acaba dañando y
resquebrajándola. Y al final la compleja disertación sobre los paradigmas
reflexivos acaba con el sencillo portazo de un punto y final.
Y así un hombre cualquiera sólo le
queda marcar la definitiva tecla sobre el papel.
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