lunes, 7 de octubre de 2013

Lo congelado de las sospechas





Un hombre cualquiera distrae al aburrimiento de media tarde observando la cotidianidad de las tiendas del barrio, desde la atalaya del balcón, tras las copas de los árboles.


Entre la hilera de árboles que definen las líneas de fuga de la calle, aparece el cascarrabias del piso de arriba, que rompe su marcial rutina para acercarse a la farmacia en la intempestiva hora del descuento. No esconde su antipatía por el gracioso loro que recibe a clientes y proveedores, regalándole algún improperio, entre dientes, al plumado; mientras hace sonar la campanilla de la puerta de entrada. Al día siguiente, el cambio de estación del verano al otoño, lleva a un hombre cualquiera a visitar al dueño del loro, aunque le recibe una versión rejuvenecida del mismo. Pero, lo más extraño es la ausencia de la simpática psitácida, que no se encontraba en su acostumbrado pedestal con alpiste y jibia. Tras finalizar su compra y salir de la farmacia, el vecino de arriba, con una inhabitual felicidad en su rostro, le dedica un histórico buenos días, frente a su acostumbrado gruñido mañanero. 


El atardecer agranda las sombras hasta convertir la oscuridad en una gran negrura, que esconde las vidas en la privacidad de los hogares. A media luz con las persianas a media asta, un hombre cualquiera, al más puro estilo de un espía del MI6, se pasó tarde y noche a la espera de alguna señal o rumor del piso de arriba. Sin embargo, ni un solo graznido ni ningún esclarecedor sonido dejo sus sospechas resueltas. Iba a dejar toda esperanza de desenlace, cuando al filo de la media noche, unos imprecisos pasos se arrastraron hasta la cocina, abriendo la puerta del congelador con gran violencia. Tras unos segundos de incertidumbre, un peso cayó al suelo, rompiéndose en mil añicos.
 
Y así un hombre cualquiera descubre con la poda otoñal que el loro y su dueño se han jubilado al piso de arriba con una buena despensa bajo sus pies contra virus y otoñales catarros al estrenar octubre.

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