Un hombre cualquiera distrae al aburrimiento de media tarde
observando la cotidianidad de las tiendas del barrio, desde la atalaya del balcón, tras las copas
de los árboles.
Entre la hilera de árboles que definen las líneas de fuga de
la calle, aparece el cascarrabias del piso de arriba, que rompe su marcial
rutina para acercarse a la farmacia en la intempestiva hora del descuento. No
esconde su antipatía por el gracioso loro que recibe a clientes y proveedores,
regalándole algún improperio, entre dientes, al plumado; mientras hace sonar la campanilla de la puerta de entrada. Al
día siguiente, el cambio de estación del verano al otoño, lleva a un hombre
cualquiera a visitar al dueño del loro, aunque le recibe una versión
rejuvenecida del mismo. Pero, lo más extraño es la ausencia de la simpática psitácida, que no se encontraba en su
acostumbrado pedestal con alpiste y jibia. Tras finalizar su compra y salir de
la farmacia, el vecino de arriba, con una inhabitual felicidad en su rostro, le
dedica un histórico buenos días, frente a su acostumbrado gruñido mañanero.
El atardecer agranda
las sombras hasta convertir la oscuridad en una gran negrura, que esconde las
vidas en la privacidad de los hogares. A media luz con las persianas a media
asta, un hombre cualquiera, al más puro estilo de un espía del MI6, se pasó
tarde y noche a la espera de alguna señal o rumor del piso de arriba. Sin
embargo, ni un solo graznido ni ningún esclarecedor sonido dejo sus sospechas
resueltas. Iba a dejar toda esperanza de desenlace, cuando al filo de la media
noche, unos imprecisos pasos se arrastraron hasta la cocina, abriendo la puerta
del congelador con gran violencia. Tras unos segundos de incertidumbre, un peso
cayó al suelo, rompiéndose en mil añicos.
Y así un hombre cualquiera descubre con la poda otoñal que el loro y su dueño se han jubilado al piso de arriba con una buena despensa bajo sus pies contra virus y otoñales catarros al estrenar octubre.
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