Un hombre cualquiera recuerda los juegos de la infancia al
pasar junto a un colegio en el tiempo del recreo matinal.
Los niños juegan y corren al viejo juego de pillarse y
salvarse, en el tiempo del descuento, con la rápida alocución de
"casa". Así, el perseguidor se quedaba con un palmo de narices,
porque el esfuerzo realizado se quedaba en agua de borrajas cuando,
prácticamente, tenía en su poder al perseguido. Sin embargo, el juego ha
evolucionado, desde la tierna infancia del observador y hasta la madurada
actualidad, ya que la imitación de los niños se ha visto influenciada por sus mayores. Así, aplicando la incierta
figura de la inmunidad diplomática (y sus variantes políticas) los niños han
vaciado de diversión el juego, convirtiéndose en Don Tancredo a la voz de
"inmunidad" para evitar ser pillados por unos incautos perseguidores
a los que sólo les queda indignarse porque la banca siempre gana.
La inmundicia de la inmunidad reside en la corrupta
concepción de dicha figura jurídica, que permite el derecho de pernada sin
filtrar la innata maldad del hombre. Este egoísmo antropomórfico busca el
engaño y la transformación por el propio interés, como el propio Don Tancredo
que evita el enviste del toro para acabar asentándole la puntilla con su mortal
vestimenta de negativo fotográfico.
Y así un hombre cualquiera entiende la pésima influencia de
los mayores sobre la inocencia infantil que les acaba transformando en lo peor
de ellos mismos, adultos.
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