Un hombre cualquiera tiene la
innata capacidad de toparse con seres extraordinarios y personajes
inconfundibles entre la puerta de la panadería y el altar del Olimpo.
La perseverancia sobre la búsqueda
de objetivos y, más allá, de los sueños es una tremenda hazaña que comienza por
plantar cara al mundo y, si no lo permite, buscar un plan b para contraatacar.
El caso más empático con esta afirmación se produjo, hace siglos, con un
polivalente mafioso polaco capaz de cruzar el telón de acero como espía secreto
de la KGB que, con la misma soltura, se
cruza el charco para negociar una tregua navideña en el ala oeste de la casa
blanca. Y, la verdad, hay individuos cuya perseverancia desconoce de fronteras,
obstáculos y, sobre todo, de imposibles para el resto de los mortales.
Y sin duda estos individuos se
cubren bajo un misticismo masónico con el que adquieren la habilidad de estar
con los mejores y, sin despeinarse un ápice, desenvolverse indistintamente con
los que se mueven a ras del breado asfalto. Su paseo por los distintos
decorados del teatro se hacen sin ningún traspiés y, aunque en el peor de los
casos el tropiezo fuera inevitable, se adapta a las circunstancias como una
anécdota más para el cuaderno de bitácoras.
Y así un hombre cualquiera
aprovechó su potencial facultad para atrapar la fugacidad que caracteriza a lo
inconfundible de los extraordinarios.