Un hombre cualquiera se despereza
en una nueva ciudad cuando el sol se retuerce entre las rendijas de la
persiana.
La amnesia de los primeros
segundos de la mañana se convierte en una pétrea eternidad. Un hombre
cualquiera analiza los objetos que sólo descubren en su mitad benévola entre
las sombras e intenta reconocer el lugar, el tiempo y el nocturno pasado. El
primer sentimiento es de viveza y respiro tras una extenuación pesada y de
elevado desaliento. Así, las sabanas están empapadas y van escurriendo el
cansancio sobre las frías losas de la habitación. El filtrado y fatigoso
líquido van devolviendo los pensamientos y la conciencia a través de los
vaporosos efluvios que impregnan la habitación.
La recobrada cordura va
retroalimentando a la calma y ésta a la falsa tranquilidad del despertar de una
de esas mañanas de verano que duelen por las contracciones del prematuro otoño.
Sin embargo, se disfrutan como la última gota del elixir de la juventud antes
de que descubran el podrido cuadro del desván. Al final, la racionalización de
la realidad despierta el remordimiento y la depresión ante la crueldad y la
ingesta involuntaria de veneno por fascículos que la tinta y las ondas emiten.
Y así un hombre cualquiera abandona
el lecho y sube la persiana para iluminar el lado oscuro de la vida.
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