Un hombre cualquiera deambula
despreocupado por las silenciosas calles del centro cuando una alcantarilla
cede y cae al vacío al ritmo de una sonora flauta.
El teatro se siente frenético, las
maderas crujen nerviosas bajo la moqueta por el incesante traqueteo de los
invitados buscando su butaca. Mientras, el timbre retumba por escaleras,
pasillos y camerinos anunciando los últimos minutos antes de que las poleas
eleven el telón al cielo y los personajes posean a los actores en un solo ente,
en una realidad paralela. El terciopelo rojo se abre y muestra la barroca
mansión de un submundo regido por el culto al becerro dorado, a los caprichosos
vicios y a la lujuriosa carne.
Y así tras el disparo de una
polifacética y malévola teutona, el dueño con ligueros inaugura la noche con
los acrobáticos vuelos sin red, ni atuendo, ni prejuicios; que elevan los
mercurios para prohibir los tabúes ante un precipitado delirium tremens
generalizado de habituales y foráneos. Las incesantes cabriolas y piruetas
sobre el aire, la pista y las alcantarillas del inframundo hipnotizan a propios
y extraños, que quedan enganchados en el agujero de la madriguera alumbrada por
neones y pinturas fluorescentes.
Y así un hombre cualquiera reaparece
resacoso en la superficie cuando los focos sumen en la silenciosa oscuridad a Hamelín.
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