viernes, 14 de septiembre de 2012

Lo tremendo de los delirium


Un hombre cualquiera deambula despreocupado por las silenciosas calles del centro cuando una alcantarilla cede y cae al vacío al ritmo de una sonora flauta. 

El teatro se siente frenético, las maderas crujen nerviosas bajo la moqueta por el incesante traqueteo de los invitados buscando su butaca. Mientras, el timbre retumba por escaleras, pasillos y camerinos anunciando los últimos minutos antes de que las poleas eleven el telón al cielo y los personajes posean a los actores en un solo ente, en una realidad paralela. El terciopelo rojo se abre y muestra la barroca mansión de un submundo regido por el culto al becerro dorado, a los caprichosos vicios y a la lujuriosa carne. 


 Y así tras el disparo de una polifacética y malévola teutona, el dueño con ligueros inaugura la noche con los acrobáticos vuelos sin red, ni atuendo, ni prejuicios; que elevan los mercurios para prohibir los tabúes ante un precipitado delirium tremens generalizado de habituales y foráneos. Las incesantes cabriolas y piruetas sobre el aire, la pista y las alcantarillas del inframundo hipnotizan a propios y extraños, que quedan enganchados en el agujero de la madriguera alumbrada por neones y pinturas fluorescentes. 

Y así un hombre cualquiera reaparece resacoso en la superficie cuando los focos sumen en la silenciosa oscuridad a Hamelín.

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