martes, 18 de junio de 2013

Lo conocido de los secretos


Un hombre cualquiera se queda de rodríguez el fin de semana y, en el silencioso vacío del hogar, descubre las vecinas vidas al otro lado del tabique.
 
La mancha del carmín intenta mimetizarse en el fino borde de la copa con la sutilidad de un funambulista camaleón daltónico. El fin de semana se había esfumado entre las vaporosas sábanas que rozaban sus cuerpos desnudos y cautivos del tiempo. Ella se había fugado a hurtadillas para evitar el precipicio de la despedida, cuando la excusa del congreso semestral sobre neurología se agotaba entre las manecillas del reloj. Mientras, él, tras hacer una limpieza rápida entre la moqueta de la habitación y la tarima del salón, tecleó tres o cuatro folios en la antigua Olympia como aciaga cuartada de un fin de semana sin la compañía de las musas.
 
Y allí en un ángulo indiscreto junto al espejo, un gemelo reflejo duplicaba la prueba carnal y furtiva del delito, cuando los últimos granos de arena del reloj desmontaban la pirámide invertida al sonar el timbre de la puerta. Al otro lado, la abuela devuelve a los dos benjamines con mochila y maleta en pleno proceso de digestión del pantagruélico festín del fin de semana. Al abrir la puerta, ambos se lanzan a abrazar a su padre, mientras la abuela lleva sus equipajes a su habitación. Al llegar junto a la puerta del dormitorio principal observa la huella de carmín sobre el filo de bohemia, hacía años que sabía que las excusas de ambos suponían un respiro de la monotonía y que, al menos, tenían 48 horas para soltar lastre. En ese momento, el chirrido de la puerta se entremezcla con las carreras de los dos pequeños hacia su madre. La abuela se abalanza sobre la copa y la esconde en el armario para custodiar el secreto en la oscuridad de lo conocido.
 
Y así un hombre cualquiera se pregunta por los códigos secretos que las madres tejen para que los tapetes eviten las ralladuras y los roces sobre las hojas del libro de familia.

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