Un hombre cualquiera duda entre su reencarnación en lord
inglés y una crónica pluviofobia porque siempre que el tiempo lo aconseja se
acompaña por un paraguas negro.
Las precoces nubes de verano barruntan tormenta con su decoloración
del gris ceniza al negro tizón. El olor a ozono embriaga el ambiente y las primeras
gotas se esfuman con el leve contacto con el firme desierto de cemento, tierra
y asfalto. La agorera estampa predice por un momento el futuro ocaso estival, destilando
la tristeza de agotar la felicidad de unos días sin billete de vuelta. Así, las
tormentas de verano son recordatorios periódicos de la fugacidad, cuando el
calor infernal y los recuerdos rellenos
de arena de playa comienzan su proceso de hibernación en las postrimerías de
octubre.
La felicidad y la tristeza se intercalan por necesidad, ya
que los pantagruélicos empachos se contrarrestan con el vacío de la inanición. Los
estados de ánimo y los procesos corporales necesitan descansar de las
endorfinas y tensiones porque los ciclos se proyectan en estabilidad y los
abusos en desajustes. Al final, las tormentas son teloneras de la calma como
los fugaces enfados de los enamorados antes de la tórrida firma de la paz a
treinta y seis grados centígrados por debajo de la sábana.
Y así un hombre cualquiera resuelve su acuático conflicto,
al tomar el té bajo la tensión de la tela impermeable, impertérrito ante una
secuela del diluvio universal.
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