martes, 11 de junio de 2013

Lo impertérrito de las tormentas


Un hombre cualquiera duda entre su reencarnación en lord inglés y una crónica pluviofobia porque siempre que el tiempo lo aconseja se acompaña por un paraguas negro.
Las precoces nubes de verano barruntan tormenta con su decoloración del gris ceniza al negro tizón. El olor a ozono embriaga el ambiente y las primeras gotas se esfuman con el leve contacto con el firme desierto de cemento, tierra y asfalto. La agorera estampa predice por un momento el futuro ocaso estival, destilando la tristeza de agotar la felicidad de unos días sin billete de vuelta. Así, las tormentas de verano son recordatorios periódicos de la fugacidad, cuando el calor infernal  y los recuerdos rellenos de arena de playa comienzan su proceso de hibernación en las postrimerías de octubre.
La felicidad y la tristeza se intercalan por necesidad, ya que los pantagruélicos empachos se contrarrestan con el vacío de la inanición. Los estados de ánimo y los procesos corporales necesitan descansar de las endorfinas y tensiones porque los ciclos se proyectan en estabilidad y los abusos en desajustes. Al final, las tormentas son teloneras de la calma como los fugaces enfados de los enamorados antes de la tórrida firma de la paz a treinta y seis grados centígrados por debajo de la sábana.
Y así un hombre cualquiera resuelve su acuático conflicto, al tomar el té bajo la tensión de la tela impermeable, impertérrito ante una secuela del diluvio universal.

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