Un hombre cualquiera se despierta con el cortante ruido de
una vecina persiana, que rebana la oscuridad con la complicidad del amanecer,
en la fachada de la acera de enfrente.
Ella se atavió con el vestido de color verde mantis
religiosa, que había dejado caer al azar sobre el diván la noche anterior,
junto a los ojos indiscretos del espejo.
Unos pasos más allá, la puerta medio abierta del baño dejaba una rendija
para voyeurs de la intimidad, mientras se arreglaba sus ondas pelirrojas y se
perfilaba el maquillaje, como quien le quita el polvo a una obra maestra para
ensalzar una venusiana belleza griega.
Ella siempre dejaba para el final los pendientes en su
cotidiana coreografía del sueño a la realidad. Los cuelga delicadamente sobre
sus lóbulos en un funambulista acto decorativo contra la gravedad. La alada y
angelical forma de los pendientes descansaban en el bote de cloruro para
desangrar sus plumas dactilares, que podían describir el atestado del crimen
con la escandalosa voz en grito del goteo de la hemoglobina. Sin embargo, la
experiencia le había enseñado a borrar sus huellas ante la amenazante e inoportuna
visita de Jessica Fletcher.
Y así un hombre cualquiera observa como la persiana y las
ventanas abiertas de par en par, en la fachada de enfrente, liberan el alma secuestrada por un mundano
cuerpo cansado de vivir.
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