Un hombre cualquiera corre hacia el cobijo del hogar ante
una incesante lluvia con truenos y centellas, que repiquetean con el ritmo de
unos decididos pasos de tango.
Las últimas tormentas del verano relampaguean sobre una
ciudad cansada de sudar por los poros de su raquítica billetera, cuando los
buenos aires que agitan las amarillentas hojas de las acacias convierten en
pesadilla un recurrente sueño de los vendedores de quimeras, que han querido
comprar oro vendiendo sólo humo. La
lluvia moja todo y disipa el hollín, desgajando los cantaros de la lechera y dejando
una botella medio vacía, junto a la taza de un gélido café con leche que hace
tiritar al mercurio.
Los cartuchos y la pólvora se han vuelto a anegar antes de
impregnar con su miasma un ambiente avivado por un decorado de cartón piedra,
que se desconcha y pudre con cada gota de la tormenta. ¡Nos hemos salvado!,
grita un optimista al cobijo de los nubarrones. Y continúa, ¡al menos por esta
vez no hemos perdido!, bajo la purificante lluvia ácida lo celebra junto a los ateos
bastardos del Olimpo.
Y así un hombre cualquiera observa la lluvia caer tras los
cristales con el vinilo girando con aquello de 'mi Buenos Aires querido...'
No hay comentarios:
Publicar un comentario