lunes, 9 de septiembre de 2013

Lo ácido de la lluvia

Un hombre cualquiera corre hacia el cobijo del hogar ante una incesante lluvia con truenos y centellas, que repiquetean con el ritmo de unos decididos pasos de tango.
Las últimas tormentas del verano relampaguean sobre una ciudad cansada de sudar por los poros de su raquítica billetera, cuando los buenos aires que agitan las amarillentas hojas de las acacias convierten en pesadilla un recurrente sueño de los vendedores de quimeras, que han querido comprar oro vendiendo sólo humo.  La lluvia moja todo y disipa el hollín, desgajando los cantaros de la lechera y dejando una botella medio vacía, junto a la taza de un gélido café con leche que hace tiritar al mercurio.
 
Los cartuchos y la pólvora se han vuelto a anegar antes de impregnar con su miasma un ambiente avivado por un decorado de cartón piedra, que se desconcha y pudre con cada gota de la tormenta. ¡Nos hemos salvado!, grita un optimista al cobijo de los nubarrones. Y continúa, ¡al menos por esta vez no hemos perdido!, bajo la purificante lluvia ácida lo celebra junto a los ateos bastardos del Olimpo.
Y así un hombre cualquiera observa la lluvia caer tras los cristales con el vinilo girando con aquello de 'mi Buenos Aires querido...'

No hay comentarios:

Publicar un comentario