Un hombre cualquiera alcanza el pódium sin subir el Mont Ventoux, ni pisar
los Pirineos.
Era una veraniega sobremesa de julio de 1992, cuando un grupo de
arqueólogos buscaba los orígenes de Europa, armados con brochas, cuerdas y
cinceles. Atapuerca comenzaba a rodar al ritmo de las primeras etapas del Tour
de Francia. Las siestas de los arqueólogos se tornaban imposibles a medida que Induráin
escalaba puestos en la clasificación. Y el insomnio ciclista fue recompensado
al coronar la sima de los huesos. Entonces apareció el primer cráneo completo
de la excavación. Un botellín de bicicleta le sirvió para su bautismo, bajo el
nombre de Miguelón.
Era una primaveral noche de mayo de 2019, cuando recibí con honores
republicanos una pieza de arqueología ciclista, sentado en la bicicleta
estática y sin maillot amarillo. Una azafata en pijama me felicita en un pódium
improvisado y me hace entrega del ansiado león de los ganadores del Tour de
Francia. Gemelo de aquellos que durante cinco años consecutivos abrazó el mismísimo
Induráin. Y que obviamente no podía tener otro nombre; que Miguelón.
Y así un hombre cualquiera se siente como si hubiera conseguido atravesar
de amarillo la meta de los campos Elíseos.
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