Un hombre cualquiera evita los
confesionarios por considerarlos altavoces públicos de la intimidad y del
juicio ajeno, que sólo uno mismo debe administrarse por ser trabajo de su
propia moralidad.
Sin duda, los confesores son
conocedores de la soledad que los secretos aportan y, como al ser entes
sociales, los confesados necesitan alejarse de dicha soledad que les corroe
y perturba internamente. Así, la
liberación del aislamiento pasa por la publicación y manifestación a un
confesor, adquiriendo la bipolar doble personalidad de una moneda, ya que se
convierten en ayuda y amenaza al mismo tiempo. Y así, lo perecedero de la divulgación
del secreto se equipara a la belleza o a los fuegos artificiales que sólo
embelesan a los que los miran lo que dura su explosión antes de convertirse en decrepitud
y en pestilente aroma a pólvora.
Así, la proclamación de los
secretos se acaban colocando como las maletas en el altillo de un armario para permanecer
visibles para todos y, al mismo tiempo, apartados porque los efectos secundario
de la liberación suponen una molestia crónica al redimido.
Y así un hombre cualquiera siempre
que se confiesa y se da la absolución, aprendiendo a ser confesado confesor de
sus propios secretos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario