Un hombre cualquiera presencia en
el sótano número tres de un parking la personificación de Robespierre a través
de las mortales amenazas de un padre a su hijo por hundir sus mugrientas
falanges en su genética herencia judía.
Tras subir a la superficie, la
soleada libertad se eclipsa por la interposición del terrorismo ante las inocentes víctimas, que se acaban cobijando
en las tinieblas del miedo. Y, paradójicamente, la imposición del terror se
contrapone a la libertad del miedo, que se mide por la fortaleza del torturado
a las amenazas o por la debilidad moral demostrada por el terrorista. Por ello,
el sentimiento de miedo se aplica en función de la capacidad de aminorarlo o
contrarrestarlo por la víctima en su lucha contra las fobias y amenazas que le
coartan la ansiada libertad.
El terror se precipita con el
rápido descenso de la guillotina hasta el cuello, propagando el miedo a través
de las ensangrentadas salpicaduras por el rodar del seccionado cráneo sobre la
tarima. El horripilante gesto facial del ejecutado y las pávidas manchas de
sangre de las vestimentas y rostros de los espectadores adiestran a los
testigos y ausentes con mayor resultado que las apocalípticas narraciones de
plagas y catástrofes bíblicas de los sermones dominicales.
Y así un hombre cualquiera blanquea
los ropajes ensangrentados mientras el verdugo afila una vez más la hoja de la
guillotina.
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