jueves, 10 de mayo de 2012

Lo afilado del terror


Un hombre cualquiera presencia en el sótano número tres de un parking la personificación de Robespierre a través de las mortales amenazas de un padre a su hijo por hundir sus mugrientas falanges en su genética herencia judía.

Tras subir a la superficie, la soleada libertad se eclipsa por la interposición  del terrorismo  ante las inocentes víctimas, que se acaban cobijando en las tinieblas del miedo. Y, paradójicamente, la imposición del terror se contrapone a la libertad del miedo, que se mide por la fortaleza del torturado a las amenazas o por la debilidad moral demostrada por el terrorista. Por ello, el sentimiento de miedo se aplica en función de la capacidad de aminorarlo o contrarrestarlo por la víctima en su lucha contra las fobias y amenazas que le coartan la ansiada libertad. 

El terror se precipita con el rápido descenso de la guillotina hasta el cuello, propagando el miedo a través de las ensangrentadas salpicaduras por el rodar del seccionado cráneo sobre la tarima. El horripilante gesto facial del ejecutado y las pávidas manchas de sangre de las vestimentas y rostros de los espectadores adiestran a los testigos y ausentes con mayor resultado que las apocalípticas narraciones de plagas y catástrofes bíblicas de los sermones dominicales. 

Y así un hombre cualquiera blanquea los ropajes ensangrentados mientras el verdugo afila una vez más la hoja de la guillotina.   

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