Un hombre cualquiera percibe un
suculento aroma a galletas recién hechas, como pantagruélica alarma del punto
exacto de horneado.
En una plataforma giratoria, el
horno se encuentra en mitad de un moderno escenario al abrigo de un grupo de
seis septuagenarias de la recóndita y fría estepa rusa. Las señoras visten unos
típicos trajes tradicionales de la época del Zar y se contonean al ritmo de una
moscovita pieza folclórica, hasta que las luces comienza a moverse y la armonía
musical se convierte en una vibrante música disco. El pegadizo ritmo sacude el
olor a alcanfor y neftalina de las simpáticas norteñas, que olvidan por
completo las dulces pastas que han puesto a hornear.
Sin embargo, el aroma a
mantequilla, chocolate y azúcar atrae a las ancianas que se encaminan hacia el
horno para coronar su actuación con una bandeja de pastas, que reivindica la
modernidad de lo tradicional y remplazan la vergüenza por simpatía. La experiencia,
que no contarán a sus nietos porque les están viviendo, rezuma desparpajo y fama
a unas señoras que salieron de la invisibilidad que les sume la sombra del
Kremlin para disfrutar y ascender al segundo puesto de un denostado concurso
musical de geopolítica europea de andar por casa.
Y así un hombre cualquiera descubre
lo adorable de la longevidad, al saborear las dulces recetas que se esconden
detrás del antiguo telón de acero.
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