Un hombre cualquiera se duele del gobierno, que le ha tocado vivir, al
leer la astronómica cifra de desempleados en el papel reciclado del periódico
La tristeza se extiende parsimoniosamente, como la eterna playa del desierto,
dejando a la multitud en un peligroso estado de supervivencia con la arena al
cuello. Mientras, en el exterior, las dunas de nieve no enfrían el caldeado
ambiente laboral y político de una
guerra social abierta en todos los frentes, tanto interiorizados en sobres estampados
con billetes como a la puerta de instituciones gélidas por las temperaturas del
incesante temporal. Y el mal endémico de la tristeza sigue extendiéndose sin
vacuna ni lógica inversión en I+D+i.
Ni siquiera el sol se atreve a salir por si su corazón se congela con
tanta apatía al prójimo. Las nieves de enero dan una segunda oportunidad
creando un lienzo sobre el que comenzar de cero, pero los dueños de los
salarios y el cloruro sódico no hacen más que diluir las posibilidades con su
business de escaño de su cercada torre de
marfil.
Y así un hombre cualquiera roba unos impolutos copos a pie de calle
para custodiar la imaginación caída del cielo en su congelador.
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