Un hombre cualquiera descubre una soleada mañana de invierno al otro
lado de la condensada ventana del salón.
Los cristales se convierten en potentes focos de cine que iluminan las inventadas
tramas del día a día, propiciando la oxigenada fotosíntesis de la panda de
bambús. Los protagonistas son espectadores, al mismo tiempo, sin guión ni
script que solucione los saltos de eje o los fallos de raccord. Y aún así, la
audiencia responde a pesar de girar del drama a la comedia con sus momentos de
terror, al asomarse al balcón con facturas de la realidad, o de western, frente
a los duelos de ruleta rusa para ganarse el futuro libre de impuestos.
La improvisada dirección de actores se desenvuelve, en un atrezzo sin
trampa ni cartón, como un entrelazado puzzle bajo las indicaciones de Cesc Gay.
Cada historia aporta su pieza sin instrucciones ni manual, pero descubre cada
personaje a través del reflejo que provoca en el protagonista. Y, al final, los
desenlaces levitan en la memoria, hasta resolverse a través de una elipsis, que cuadra sobre el círculo del punto y final.
Y así un hombre cualquiera esculpe un the end sobre el vahó de la
ventana cuando el soleado foco se apaga con el paso al azuloscurocasinegro.
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