Un hombre cualquiera juega al
funambulismo sobre el delgado y fronterizo baldosín entre la vida y la muerte
al salir del ascensor.
Diez escalones bajo el descansillo
hacia la realidad, dos antagonistas vecinos comparten luz y saludo a una mirada
de mirilla de distancia. A la derecha, la oscuridad se extiende del callejón
hasta la cocina. La escala de grises dibuja una vida enlutada, de la funeraria
al cementerio, con un descanso en paz condicionado por el despertador entre el
sollozo del último funeral al atardecer y las plañideras del responso de doce. La
tristeza le acompaña al enterrador, sin chistera ni sogas, que ensombrecido por
unas ojeras crónicas revive en vida por la saturada alegría con dirección
postal a nueve losas y media de distancia de su felpudo.
A la izquierda, las visitas y los
extraños son recibidos por un bienvenido corazón, rojo sobre blanco, en su
felpudo, que late audiovisualmente en el enlosado tablero a pesar del putrefacto
coma inducido del oponente. A pesar de todo, flotando a mitad de la puerta, la
cerradura, agolpa el color que invade cada rincón con la nocturna iluminación
por divertidas lámparas de tungsteno y, entre el despertar y
"luscofusco", por las ventanas hacia el parque, colonizado por risas
y juegos de ida y vuelta sobre los columpios. Y, también, salpica el bisoño
arte decorativo de las estancias construido por cartulinas, collages y ceras cuyos
inocentes autores regalan a la maestra, como altruistas donaciones por
conocimientos de por vida.
Y así un hombre cualquiera cae sin
red, hacia la izquierda, en ese instante en que los vecinos se cruzan,
conscientes de la existencia propia y contraria, y rematan el educado saludo
con un portazo y aparte.
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