lunes, 21 de enero de 2013

Lo antagonista de los vecinos



Un hombre cualquiera juega al funambulismo sobre el delgado y fronterizo baldosín entre la vida y la muerte al salir del ascensor. 

Diez escalones bajo el descansillo hacia la realidad, dos antagonistas vecinos comparten luz y saludo a una mirada de mirilla de distancia. A la derecha, la oscuridad se extiende del callejón hasta la cocina. La escala de grises dibuja una vida enlutada, de la funeraria al cementerio, con un descanso en paz condicionado por el despertador entre el sollozo del último funeral al atardecer y las plañideras del responso de doce. La tristeza le acompaña al enterrador, sin chistera ni sogas, que ensombrecido por unas ojeras crónicas revive en vida por la saturada alegría con dirección postal a nueve losas y media de distancia de su felpudo.

A la izquierda, las visitas y los extraños son recibidos por un bienvenido corazón, rojo sobre blanco, en su felpudo, que late audiovisualmente en el enlosado tablero a pesar del putrefacto coma inducido del oponente. A pesar de todo, flotando a mitad de la puerta, la cerradura, agolpa el color que invade cada rincón con la nocturna iluminación por divertidas lámparas de tungsteno y, entre el despertar y "luscofusco", por las ventanas hacia el parque, colonizado por risas y juegos de ida y vuelta sobre los columpios. Y, también, salpica el bisoño arte decorativo de las estancias construido por cartulinas, collages y ceras cuyos inocentes autores regalan a la maestra, como altruistas donaciones por conocimientos de por vida.

Y así un hombre cualquiera cae sin red, hacia la izquierda, en ese instante en que los vecinos se cruzan, conscientes de la existencia propia y contraria, y rematan el educado saludo con un portazo y aparte.

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