Un hombre cualquiera se despierta libre de cronómetros y
responsabilidades en una silenciosa mañana de domingo.
La espiral de deseos que proyectaba junto a ella se
contabilizaban con el número de estrellas fugaces que rasgaba el firmamento,
mientras soñaba recuerdos a una almohada de distancia. Ciertamente, el colchón
se convierte en un mar de tranquilidad, dónde los cuerpos navegan a una deriva
controlada con la posibilidad de encallar en las caricias del otro en plena
madrugada.
Las arrugas y pliegues de las sábanas son una fotografía
eterna de las olas que humedecen la playa y dejan un salado aroma en el
ambiente. El paralelo espejo de oleaje y perseidas, que surgen y desaparecen en
una azarosa simetría, dejan la esperanza de un deseo que salpica de optimismo a
las calurosas brasas de San Lorenzo.
Y así un hombre cualquiera recobra la fuerza de gravedad al
aterrizar del colchón en la segunda mitad del partido dominical.
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