Un hombre cualquiera contrasta el verde de macetas con el
marchitar del vecindario ante los números rojos.
A la hebilla del cinturón no le quedaban más centímetros que
escalar. El desahucio era inminente. La insensibilidad del gestor no entendía
de neveras vacías, ni del natural menguar de la ropa de los niños. ¡Alea iacta
est! rezaba la pancarta del balcón a 24 horas del the end que rubricaba el
director de una conocida sucursal bancaria.
"Cuando el diablo no tiene nada mejor que hacer, espanta
moscas con el rabo", dice el refranero. Y así, al caer la noche, cuando los
últimos impulsos eléctricos alumbraban el hospital robado (sin cortinas y casi
sin mobiliario) en que se había convertido el salón; el inquilino, en tiempo de
descuento, aprovechó la última noche para vengar sus circunstancias, preparando
la escena del crimen para ahuyentar a propios y extraños de su agónica morada.
La funambulista moldura del hall acabó
sus días como pincel para dibujar una mortecina silueta sobre el suelo, al más
puro estilo del CSI. El paso de la tiza sobre las juntas de madera recordaba al
percutir de la máquina de escribir de la Señora Fletcher o al traqueteo del
Orient Express de Agatha Christie. El parqué se convirtió en una magnífica
pizarra con el alma yaciente de los vividores de recuerdos que ahora embarcaban
al exilio. Al amanecer la casa despertaba muerta, sin vida, con la memoria devastada
por el alzheimer que contagian los álbumes vacíos y los mudados recuerdos empaquetados
en cartón.
Y así un hombre cualquiera se convierte en testigo de cargo
de los asesinatos sin sangre, pero con víctimas, cuyos verdugos anudan las
corbatas con comisiones imposibles.
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