martes, 13 de mayo de 2014

Lo desahuciado de los crímenes



Un hombre cualquiera contrasta el verde de macetas con el marchitar del vecindario ante los números rojos.

A la hebilla del cinturón no le quedaban más centímetros que escalar. El desahucio era inminente. La insensibilidad del gestor no entendía de neveras vacías, ni del natural menguar de la ropa de los niños. ¡Alea iacta est! rezaba la pancarta del balcón a 24 horas del the end que rubricaba el director de una conocida sucursal bancaria.

"Cuando el diablo no tiene nada mejor que hacer, espanta moscas con el rabo", dice el refranero. Y así, al caer la noche, cuando los últimos impulsos eléctricos alumbraban el hospital robado (sin cortinas y casi sin mobiliario) en que se había convertido el salón; el inquilino, en tiempo de descuento, aprovechó la última noche para vengar sus circunstancias, preparando la escena del crimen para ahuyentar a propios y extraños de su agónica morada. La funambulista  moldura del hall acabó sus días como pincel para dibujar una mortecina silueta sobre el suelo, al más puro estilo del CSI. El paso de la tiza sobre las juntas de madera recordaba al percutir de la máquina de escribir de la Señora Fletcher o al traqueteo del Orient Express de Agatha Christie. El parqué se convirtió en una magnífica pizarra con el alma yaciente de los vividores de recuerdos que ahora embarcaban al exilio. Al amanecer la casa despertaba muerta, sin vida, con la memoria devastada por el alzheimer que contagian los álbumes vacíos y los mudados recuerdos empaquetados en cartón.  

Y así un hombre cualquiera se convierte en testigo de cargo de los asesinatos sin sangre, pero con víctimas, cuyos verdugos anudan las corbatas con comisiones imposibles.

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