Un
hombre cualquiera descubre la colonización veraniega del armario con la estrategia
de la tierra quemada para la hibernación de los invernales uniformes napoleónicos.
El
termómetro amplia sus fronteras al sobrepasar el 40 de mayo. La tierra
prometida que atisba Moisés sólo se encuentra a once días de distancia a pie
con el sudor de la frente. Siguiendo con las manidas metáforas bíblicas, las
hogueras de San Juan darán las ascuas para San Lorenzo, cuyo astro homónimo ensalzará
la figura de Prometeo, guardando el preciado fuego del pebetero estival.
Mientras tanto como nunca llueva a gusto de todos, ¡váyase usted al infierno!
grita un sudoroso y ateo esquimal exiliado en una península borracha de sol a la
hora de la siesta.
Los
veraniegos propósitos de sirena se
enredan en las efímeras vestimentas de las propuestas electorales, prometiendo
el boato y la fortuna del monegasco verano de los Grimaldi o, capitalizando las
perspectivas, emitiendo una feliz estampa playera y publicitaria del beba con
moderación de Estrella Damm. Nada más lejos que A Coruña, al final, la realidad
estival, a partir del 21 de junio, se coloreará con una extensa paleta de
Pantone entre los molestos picotazos de los sanguinarios mosquitos y el placentero
frescor de una "terracera" caña al atardecer.
Y
así un hombre cualquiera busca un intercambio vacacional con un cosaco de la
estepa siberiana para comer polvorones en pleno junio.
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