jueves, 5 de junio de 2014

Lo perdido de los objetos



Un hombre cualquiera sueña consigo mismo veinte años más viejo, siendo gerente de la oficina de objetos perdidos de la ciudad.

El sueño comienza con su reflejo sobre la plateada base de un jarrón de imitación chino. Sobre el clonado espejo de la dinastía Ming, las arrugas se convierten en líneas de fuga de la felicidad de la juventud gastada, que desaparecen sobre un cuidado bigote teñido por el paso del tiempo.

El gran espacio de la oficina es un necrópolis de objetos olvidados, como escondidos en un mapa del tesoro aún por encontrar por Indiana Jones. El silencio toma toda la estancia con la discreta sombra del vuelo de un ángel sobre el purgatorio de recuerdos, siendo cada objeto prisionero de un cielo que jamás consiguieron alcanzar. Sin embargo, la magia intrínseca de la propia oficina, alma de un antiguo bazar de la ruta de la seda,  convierte lo perdido en hallado con un inesperado milagro de San Antonio, pero sin dueño ni contrato de propiedad. La divina materialización se apila en estanterías, categorías y cajones; así, a un lado bajo un cartelón con una inmensa letra T, las tablas de surf hibernan una eternidad sin olas que aplanar y las tablas de planchar surcan las arrugas del tiempo sobre el calor del vapor de antaño.

Y así un hombre cualquiera decide buscar un argumento irrevocable para dejarse bigote, dentro de veinte años, para convencer de sus utilidades a una soñadora en pijama.

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