Un hombre
cualquiera sueña consigo mismo veinte años más viejo, siendo gerente de la
oficina de objetos perdidos de la ciudad.
El sueño
comienza con su reflejo sobre la plateada base de un jarrón de imitación chino.
Sobre el clonado espejo de la dinastía Ming, las arrugas se convierten en
líneas de fuga de la felicidad de la juventud gastada, que desaparecen sobre un
cuidado bigote teñido por el paso del tiempo.
El gran
espacio de la oficina es un necrópolis de objetos olvidados, como escondidos en
un mapa del tesoro aún por encontrar por Indiana Jones. El silencio toma toda
la estancia con la discreta sombra del vuelo de un ángel sobre el purgatorio de
recuerdos, siendo cada objeto prisionero de un cielo que jamás consiguieron
alcanzar. Sin embargo, la magia intrínseca de la propia oficina, alma de un
antiguo bazar de la ruta de la seda, convierte
lo perdido en hallado con un inesperado milagro de San Antonio, pero sin dueño
ni contrato de propiedad. La divina materialización se apila en estanterías,
categorías y cajones; así, a un lado bajo un cartelón con una inmensa letra T,
las tablas de surf hibernan una eternidad sin olas que aplanar y las tablas de
planchar surcan las arrugas del tiempo sobre el calor del vapor de antaño.
Y así un
hombre cualquiera decide buscar un argumento irrevocable para dejarse bigote,
dentro de veinte años, para convencer de sus utilidades a una soñadora en
pijama.
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