domingo, 7 de junio de 2020

Lo iluminado de los reencuentros


Un hombre cualquiera intuye por la puerta entreabierta una figura pintoresca con su bigote de corte sevillano y unos cascos inalámbricos, mientras espera bajo el inmenso cartel del reencuentro.

No hacía falta llegar hasta la tercera fase para volverse a encontrar, aunque las invitadas hayan tenido que cancelar su reserva. Aún no habían alcanzado las agujas las nueve, cuando las puertas devolvían la sonrisa a Goya. Los pasos firmes, rodeando al cobrizo Carlos V, se dirigen al paradisíaco principio de los tiempos, recibidos por Adán y Eva entre el verdor de las hojas de parra y escoltados por el principio de Fra Angelico y el final de Van der Weyden. Este es el origen sobre lienzo de 1819, cuando el Prado abrió por primera vez sus puertas. Tras la recepción, el mismo sol que devuelve a la vida los patios que rodean a la Giralda cada mañana, ilumina las ventanas enmarcadas de la Galería Central.

La luz refleja sobre las puntas de las lanzas. La luz descubre la perspectiva del lavatorio. La luz perfila las formas de las gracias. La luz asombra a los chicos en la playa. Y, al final, la luz se cuela intensificada por el síndrome de Stendhal hasta alcanzar la rueca de las hilanderas, que hilvanaron y tiñeron las vestimentas de las Meninas. La misma luz que alumbró a Velázquez un seis de junio a los pies del giraldillo.

Y así un hombre cualquiera celebra la reapertura del Prado para reencontrarse con las ventanas maestras del arte.

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