lunes, 10 de agosto de 2020

Lo fugaz de los tesoros

 Un hombre cualquiera se recuesta al atardecer sobre la arena de la playa frente a la escalerona.


La tierra prometida era líquida y azulada con un ligero sabor salado. Él lo atisba desde el desierto de asfalto, que le quema la planta de su pata de madera. Se mantiene pétreo y desafiante vestido con su casaca gris, carcomida prácticamente hasta el hombro de la manga derecha, bajo la que se dibuja su brazo tatuado. Su mirada fija con orgullo en el horizonte le convierte en un cíclope vigilante por el parche sobre su ojo izquierdo.

"La isla del tesoro", V. Cervera


Entre sus manos despliega el mapa del tesoro, que había arrancado del manuscrito que atesoraba en el bolsillo interior del chaleco. La fresca brisa marina le sacude el rostro hasta cerrarle los párpados y alcanzar  con su imaginación al ansiado cofre del tesoro. Al abrirlo el contenido rebosa hasta hundir sus pies entre las dulces cuentas de multicolores collares, los anillos decorados con joyas de piruleta y cientos de monedas doradas rellenas de chocolate. "¡Vamos Guille!", le despierta su padre, desde una manzana más adelante, de su marítima ensoñación. Corriendo, de vuelta con los pies en la tierra, se amarra a la mano paterna y retoman el camino al puerto.


Y así un hombre cualquiera con el cielo teñido con la bandera pirata espera los deseos fugaces de las lágrimas de San Lorenzo.

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