viernes, 25 de junio de 2021

Lo chiquito de Málaga

Un hombre cualquiera pasea por Málaga de buena mañana.

Sombrero, camisa blanca, botella de agua, bermudas, teléfono móvil, chanclas y, obviamente, pai pai; el uniforme de turista le define a siete leguas de distancia. Un oleaje de risas va y viene con un rumor marítimo que refresca los sofocados mercurios. Y lo hace desde cualquier rincón: unas brasas incandescentes con aroma de espetos, las mesas de un chiringuito de la Malagueta, las pinceladas picassianas, la ventana en verso del Kanka, las butacas aplaudiendo con un acento de Banderas, la sacristía de la Encarnación, los corrillos de Larios, el quién da la vez del Atarazanas, las taquillas del Pompidou, a la luz de la bombilla de la Farola, el mirador del Gibralfaro, las almenas de la Alcazaba, los muelles salados del puerto y, sobre todo, cada rincón del Huelin, donde todavía resuenan los chistes de Chiquito de la Calzada.

Las huellas acarician las aceras para calcar el ritmo y el paso de la ciudad, hasta clavarse frente al paso de cebra de Tomás de Echevarría. Un inconfundible ¡Quietor! ordena pararse en seco ante el tráfico de bicicletas, algún seiscientos despistado, taxis, autobuses urbanos, repartidores y matriculados autóctonos y de importación. Las sonrisas se dibujan entre los viandantes, que al ponerse en verde la luz de los peatones comienzan a cruzar carcajada mediante, tras escuchar la señal sonora ¡Al ataquer, siete caballos vienen de Bonanza!. El buen humor de Chiquito inunda la ciudad con iniciativas de murales, festivales cómicos, esculturas y hasta rutas con los lugares habituales del humorista.

Y así un hombre cualquiera se convierte en un pecador de la pradera que sigue echando de menos al singular y universal vecino de la calzada de la Trinidad.

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