Un hombre cualquiera encuentra
síntomas de la vejez a través de lo cambiante del entorno cuando el parque se
convierte en lugar de paso y no en estancia para los juegos.
La carrera del tiempo cuenta con
unos atletas desprovistos de toda atención y que necesitan de alarmas visuales
y cognitivas para concentrarse en los adversarios. La interminable e inexorable
competición avanza progresivamente sobre la pista perdiendo corredores con el
cambio de testigo o por fulminante descalificación. Sin embargo, el resto de
corredores siguen avanzando a pesar de que el vacío de los desvanecidos se
conviertan en un peso sobre sus espaldas.
El carácter multitudinario de la
carrera revierte en individualismo sistémico y narcisista. Así, la hipotética
visión de un espectador acabaría concentrándose en el árbol y obviaría la masa
forestal a la que pertenece. Por ello, lo paradójico de la carrera está en la
ausencia de la entrega de medallas y de diplomas olímpicos al finalizar, pero
para cuando se alcanza este conocimiento la meta se ha convertido en una
frontera infranqueable para el exhausto corredor.
Y así un hombre cualquiera pasea
por el entorno para resituarse sin molestar, observando su ayer en las
diversiones de hoy.
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