jueves, 9 de agosto de 2012

Lo reflejado de la frescura


Un hombre cualquiera desempolva los viejos álbumes de fotos que se descolocan entre recuerdos de juventud.

A la orilla del mar la vida transcurre pareja a la marea y, en consecuencia, a la luna que dirige el discurrir de la vida ante la agnóstica indiferencia del día a día. Las luces de la noche sobreviven del reflejo del faro y la acuática sal da sabor a la monotonía de los momentos que se dejan llevar por las manillas del reloj, como el globo de helio asciende con la brisa sobre el cielo de la feria. En las cristaleras del paseo se refleja el mar y simbióticamente los ventanales se miran coquetos en el náutico espejo sobre unas aceras encharcadas por el orvallo previo, que proyectan el cielo despejado.  

En medio de la espiral de reflejos, la dueña del obturador sale de su portal enfundándose unas enormes gafas de sol, que no desaceleran el empequeñecimiento de su pupila. Se dirige a la playa para sentarse unos minutos antes de poner en marcha su agenda cotidiana. A la dueña del obturador le gusta sentarse en la playa para observar la azul enormidad del océano, que contrasta con sus recuerdos sobre la amarillenta solana de los mares de trigo de su tierra. El fresco ascenso de la marea sobre sus pies descalzos le despierta de sus recuerdos y le empuja con fuerzas para luchar por el mundo. 

Y así, un hombre cualquiera descubre que debe cerrar el obturador porque los recuerdos deslumbran incluso inmortalizados.

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