Un hombre cualquiera desempolva
los viejos álbumes de fotos que se descolocan entre recuerdos de juventud.
A la orilla del mar la vida
transcurre pareja a la marea y, en consecuencia, a la luna que dirige el
discurrir de la vida ante la agnóstica indiferencia del día a día. Las luces de
la noche sobreviven del reflejo del faro y la acuática sal da sabor a la
monotonía de los momentos que se dejan llevar por las manillas del reloj, como
el globo de helio asciende con la brisa sobre el cielo de la feria. En las
cristaleras del paseo se refleja el mar y simbióticamente los ventanales se
miran coquetos en el náutico espejo sobre unas aceras encharcadas por el
orvallo previo, que proyectan el cielo despejado.
En medio de la espiral de
reflejos, la dueña del obturador sale de su portal enfundándose unas enormes
gafas de sol, que no desaceleran el empequeñecimiento de su pupila. Se dirige a
la playa para sentarse unos minutos antes de poner en marcha su agenda
cotidiana. A la dueña del obturador le gusta sentarse en la playa para observar
la azul enormidad del océano, que contrasta con sus recuerdos sobre la amarillenta
solana de los mares de trigo de su tierra. El fresco ascenso de la marea
sobre sus pies descalzos le despierta de sus recuerdos y le empuja con fuerzas
para luchar por el mundo.
Y así, un hombre cualquiera
descubre que debe cerrar el obturador porque los recuerdos deslumbran incluso inmortalizados.
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