lunes, 13 de agosto de 2012

Lo incomensurable de los impasse


Un hombre cualquiera circula por las desiertas carreteras del mediodía, cuando hasta los grillos duermen la siesta a la sombra de borrachos hierbajos al sol. 

En la distancia el calor provoca espejismos de vapor y humo que se desvanecen con el más leve parpadeo para la corrección del enfoque. El calor colapsa la vida en las carreteras secundarias a la hora del yantar, incluso los pueblos más habitados, a tenor de sus campaniformes pirámides demográficas, se convierten en fantasmagóricos belchites con puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Sólo el rugir del motor aporta una mecánica respiración al entorno, pero es insuficiente para reanimar el soleado coma inducido de las postrimerías de agosto.

Y, de repente, se materializa la incertidumbre ante el único ser que habita la asfáltica serpiente de brea y líneas discontinuas. El incierto futuro se sitúa a menos de trescientos metros al salir de la última curva, cuando el horizonte se corta por un tajo firme que marca la divisoria entre el cielo y el infierno. Y así el conductor encara el cambio de rasante que implica un precipicio horizontal para la vista, un instantáneo devenir imaginativo para la mente y un esperanzado sentir que acelera los latidos bajo el bolsillo de la camisa. El pie percute inconsciente sobre el freno para degustar el enigmático momento del impasse, que se antoja particular e inconmensurable ante cada declive del camino. 

Y así, un hombre cualquiera encara el vehículo hacia el futuro pisando el grave acelerador para despertar a los intermitentes grillos y anunciar que retoma el camino.

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