Un hombre cualquiera circula por
las desiertas carreteras del mediodía, cuando hasta los grillos duermen la
siesta a la sombra de borrachos hierbajos al sol.
En la distancia el calor provoca
espejismos de vapor y humo que se desvanecen con el más leve parpadeo para la
corrección del enfoque. El calor colapsa la vida en las carreteras secundarias
a la hora del yantar, incluso los pueblos más habitados, a tenor de sus
campaniformes pirámides demográficas, se convierten en fantasmagóricos
belchites con puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Sólo el rugir del
motor aporta una mecánica respiración al entorno, pero es insuficiente para
reanimar el soleado coma inducido de las postrimerías de agosto.
Y, de repente, se materializa la
incertidumbre ante el único ser que habita la asfáltica serpiente de brea y
líneas discontinuas. El incierto futuro se sitúa a menos de trescientos metros
al salir de la última curva, cuando el horizonte se corta por un tajo firme que
marca la divisoria entre el cielo y el infierno. Y así el conductor encara el
cambio de rasante que implica un precipicio horizontal para la vista, un
instantáneo devenir imaginativo para la mente y un esperanzado sentir que
acelera los latidos bajo el bolsillo de la camisa. El pie percute inconsciente
sobre el freno para degustar el enigmático momento del impasse, que se antoja particular
e inconmensurable ante cada declive del camino.
Y así, un hombre cualquiera encara
el vehículo hacia el futuro pisando el grave acelerador para despertar a los
intermitentes grillos y anunciar que retoma el camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario