Un hombre cualquiera avanza con un
rítmico taconeo, que resuena
contundentemente contra las bóvedas de cañón, sobre un pasillo de madera hacia lo
desconocido.
La perfección de los pasos de
baile reside en no perder el compás a pesar de que la orquesta desafine o
aunque el deslizante suelo te deje al filo de lo imposible; el espectáculo debe
continuar y el público no debe ni intuir el más leve fallo en la coreografía.
Todo se puede desmoronar ante el más leve tiento contra el iceberg y, ayudados
por la magia del funambulista, hay que bordear el helado bloque a la deriva
para no ser arrastrado a las profundidades, sin chaleco salvavidas y con un
inservible fardo de billetes en el bolsillo del esmoquin.
El baile del triunfo suma sus
pasos en las contiendas diarias contra los malhumorados ceños fruncidos, los
censores de las sonrisas imperfectas y, sobre todo, frente a las nubes negras
que ensombrecen el camino al futuro. Por tanto, bailaremos con plisado chaqué o
con el más vulgar ropaje, con monóculo o a ojo descubierto... pero buscando el
triunfo con una firme firma sobre cada relato, contrato o guión memorable de
nuestras vidas. Y, sin duda, el último paso dará broche a un triunfo moral, sin
necesidad de portadas o grandes titulares, marcando con un hierro incandescente
el norte de nuestras entrañas.
Y así, mientras el rumor de su
paseo se aleja lentamente entre las bóvedas, un hombre cualquiera espera el
abatir de la puerta cuando las verticales manecillas olvidan la fuerza
gravitatoria.
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