Un hombre cualquiera materializa un paréntesis para reflexionar ante la
aplastante rotativa del tiempo que convierte al presente en un coleccionable de
documentos históricos.
Al subir al desván, un hombre cualquiera sufre el infantil miedo a que
los fantasmas salgan a su encuentro en una desequilibrada batalla de recuerdos
y mobiliario pasado de moda frente a su futurista imagen en un escenario
atemporal, donde la pantalla táctil es su única arma. Ciertamente, los
trasteros se convierten en cajas negras de la memoria y el recuerdo,
materializándose en edificados cerebros perfilados por un skyline de cajas de
cartón y fantasmagóricas sábanas. Sin duda, estos polvorientos templos al personalísimo
egocentrismo de cada individuo son un museo autobiográfico que hace patente
nuestras miserias y orígenes.
Y, la verdad, los inescrutables ardides con los que el desván te
secuestra, a través de su carácter atemporal, devienen en una somnolienta hipnosis
frente a la pulsera con minutero. Así, el visionado de fotografías, el
redescubrimiento de inútiles tesoros o el escaparate de horteras vestimentas te
retrotraen a tiempos y personas que han fomentado a la construcción de fobias,
sentimientos y personalidades. Y, todo ello, derivándolo en nuevos desvanes con
la identificada huella de un índice que nos señala y rubrica con carácter
retroactivo.
Y así un hombre cualquiera sonríe porque las impresas vivencias
reflejan que la felicidad vivida sólo se comprende con la mira telescópica
conformada por el minutero y el segundero.
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