Un hombre cualquiera camina perezosamente por una atestada calle del
centro, cuando un brillo inesperado llama su atención a un par de pasos de
distancia.
La vida se entreteje en un lienzo monótono y repetitivo entre el sonido
del despertador y la nocturna reconciliación con las sábanas, pero sufre de
alterados suspiros de sorpresa que aportan chocantes pinceladas barrocas. El
marcar del tiempo, que avanza a un paso firme y marcial entre la Puerta del Sol
y el grillete con segundero, siempre sufre un desencajado traspiés surrealista que
nos despierta de la hipnótica monotonía. Lo insólito consigue concentrar
nuestra atención a través de una rocambolesca noticia extraordinaria, un añorado
encuentro fortuito, un aroma cargado de recuerdo o, quizá, un leve detalle que
reanime un comatoso día inducido
Y son esos pequeños suspiros los que abren mundos desconocidos que más por suerte que por ninguna desgracia
se aparecen frente a nosotros sin audiencia previa. Y, la verdad, la suerte se
esconde a una micra de distancia de nuestra vista pero no hay que descubrirla
en su camaleónica adaptación a la realidad, como cuándo buscábamos a Wally en
rojiblancos destinos de colchón. La suerte se convierte en un objeto perdido
que aparece cuando dejas de buscarlo porque paradójicamente al perder valor
ciertos activos se revalorizan con la velocidad de una automatizada fórmula
invertida.
Y así un hombre cualquiera recoge la moneda del suelo y la asegura en
su bolsillo al 0% TAE para invertirlo en mercados alternativos de estraperlo .
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