Un hombre cualquiera sufre una centenaria regresión, al más
puro estilo de Benjamin Button, de 100 a 0, sin los intereses a plazo variable
de las arrugas.
Un hombre cualquiera recuerda la licencia artística de escribir
a 24 fotogramas por minuto al alcanzar la centenaria mayoría de edad. La invisible
película que protagoniza, sin guión ni trama prevista, se va forjando entrada a
entrada sobre las historias reales y sus experiencias ficticias. A pesar de
aparentar una siesta atemporal sobre los viñeteros bocadillos de la realidad,
realmente se camufla en la transparencia de su alias para inspirarse en la
superada ficción de las vidas que le rodean.
El insomnio diurno añora la perniciosa vida nocturna por su
carácter prolífico y gamberro, pero el foco solar ahorra energía e ilumina sin
peligro de fundir los plomos, desde el alba y hasta el luscofusco. Y el rodaje continúa. Y las secuencias acaban
encajando en un puzle, cuyas piezas van apareciendo de forma inesperada entre
las flexibles ranuras del grillete con manecillas.
Y así un hombre cualquiera aprovecha su similitud con Brad
Pitt para adoptar ideas de todas las razas y continentes allende los mares,
pero sin el coyright de Benetton.
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