Un hombre cualquiera atisba en la lejanía la tierra
prometida, cuando la caprichosa superposición de las nubes inyecta un potente foco solar sobre ella.
La pólvora se
escapa de la demagógica moral legislativa de los políticos, que alimentan con
sus eufemísticas jergas las críticas de calumnistas y articulistas. A su vez,
la tinta de sus reflexiones se impregna en la inflamable celulosa que
chisporrotea entre las manos de los leídos ciudadanos, abocados al encendido de
las piras públicas que convierten las pacíficas reivindicaciones en gritos
encendidos a ras del asfalto. Pero, al final, el círculo de confusión se acaba
cerrando con el apaciguado brazo articulado con porra y escudo contra
libertades y derechos, que acallan voces pero no borran ideas.
A día de hoy,
los ciudadanos sufren un crónico ataque del efecto Moisés. La tierra prometida
se convierte en un oasis inalcanzable frente a las predicciones de los futurólogos
del pasado, que describían un éxito que se ha convertido en un precoz fracaso.
Y así un hombre
cualquiera abre el paraguas cuando rugen las negras tormentas que ocultan la
luz sobre la tierra prometida.
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