Un hombre cualquiera toma su butaca en el segundo anfiteatro
en el mismo instante que las luces apagan la realidad y se encienden los focos
de la imaginación.
El telón abre una ventana a un hiperrealismo ficticio donde
los sentimientos y los argumentos superan la artificialidad organizada por la
dirección artística. El patio de butacas se convierte en musa de los gestos y las
palabras de unos personajes borrachos de realidad. Y las miradas expectantes
observaban su espejo cotidiano desde la comodidad de la butaca y la lejanía que
provoca la profundidad del foso.
Al iniciarse el tercer acto, los círculos de confusión de la
realidad se definieron como las luces
del kamikaze al doblar la curva de doble rasante en plena medianoche. El
inevitable desenlace mancha de sangre a los espectadores ante el estallido de
la recortada, mientras el cianuro serpenteaba irreversiblemente por un esófago
sin billete de vuelta dentro del mismo verdugo. El telón cubrió, con su
aterciopelado discurrir, la dantesca escena del crimen con el batir
irrefrenable de los aplausos de un apocalíptico público rendido ante su propio
devenir.
Y así un hombre cualquiera se queda anclado a la butaca ante
un inesperado fin del mundo que degolla la
imaginación por un ataque de hiperrealismo.
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