Un hombre cualquiera se cuela en el comedor para admirar el después
del pantagruélico altar de la eucaristía dominical.
La terraza se encarama sobre un mar de tejas y pizarras,
cuando la sobremesa dormita sobre el mantel y las migas. Los claroscuros de una
estrenada tarde de sol y sombra atraen a una intrusa brisa que se escurre
instintivamente bajo el mantel, moviendo las copas en una danza de olas sin mar
que surcar. El vino zigzaguea dentro de la copa a izquierda y derecha sin
ideología, ni doctrina; mareando sin tener que ingerir ni una sola gota de
alcohol.
Una lejana campana marca la puntualidad de las manecillas
con una solemnidad que calma el viento y deja sin aliento a la vida. Incluso el
vino olvida el movimiento y la borrosa realidad vuelve a reflejar su reverso en
el etílico espejo de la copa.
Fotografia cedida por http://www.flickr.com/photos/athelass85/ |
Y así un hombre cualquiera acaba bebiendo la invertida
realidad para insuflar surrealismo al rutinario día de la marmota.
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