Un hombre cualquiera se despierta tarareando el himno de la
Gran Bretaña sin ser vasallo de Buckingham Palace, ni beefeater a pesar de lo
inmovilizado de la tortícolis.
Acaba de inaugurarse la primavera y la margarita se ha
marchitado, aunque su polen sigue dañando a los alérgicos sin acceso a antihistamínicos.
¡Ay... el hierro acaba oxidándose! Supongo que en una irónica última voluntad
habrá pedido incinerarse con el calorífico carbón patrio, seguro que con un
reserva de Yorkshire del 84. Así, las oscuras entrañas de la naturaleza avivarían,
nuevamente, el fuego de las barricadas, privatizándole un infierno para la
eternidad.
Y diría más, en un alarde de originalidad, sus cenizas
deberían esparcirse sobre las paradisiacas Malvinas para conservar el aroma de
las colonias, con la fortaleza de un pétreo peinado contra los vientos del
progreso social. Sin duda, sabía defender sus posiciones en tiempos de guerra
con esa calmada tranquilidad que otorga el humeante hervir de la tetera al
ritmo de las campanadas de las cinco de la tarde. Ciertamente, la dama forjó su
armadura en la férrea dureza de las libras esterlinas que atesoró por el
ansiado 'cheque británico' y, contrariamente en paralelo, con su sonado divorcio
de papá Estado; echándole de Downing Street a una invisible sociedad sepultada por
el smog londinense.
Y así un hombre cualquiera
reconduce su musical despertar con un vivo y plastificado éxito de Cher,
que la frecuencia modulada radia de buena mañana...
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