jueves, 11 de abril de 2013

Lo eterno del smog

Un hombre cualquiera se despierta tarareando el himno de la Gran Bretaña sin ser vasallo de Buckingham Palace, ni beefeater a pesar de lo inmovilizado de la tortícolis.
 

Acaba de inaugurarse la primavera y la margarita se ha marchitado, aunque su polen sigue dañando a los alérgicos sin acceso a antihistamínicos. ¡Ay... el hierro acaba oxidándose! Supongo que en una irónica última voluntad habrá pedido incinerarse con el calorífico carbón patrio, seguro que con un reserva de Yorkshire del 84. Así, las oscuras entrañas de la naturaleza avivarían, nuevamente, el fuego de las barricadas, privatizándole un infierno para la eternidad.
Y diría más, en un alarde de originalidad, sus cenizas deberían esparcirse sobre las paradisiacas Malvinas para conservar el aroma de las colonias, con la fortaleza de un pétreo peinado contra los vientos del progreso social. Sin duda, sabía defender sus posiciones en tiempos de guerra con esa calmada tranquilidad que otorga el humeante hervir de la tetera al ritmo de las campanadas de las cinco de la tarde. Ciertamente, la dama forjó su armadura en la férrea dureza de las libras esterlinas que atesoró por el ansiado 'cheque británico' y, contrariamente en paralelo, con su sonado divorcio de papá Estado; echándole de Downing Street a una invisible sociedad sepultada por el smog londinense.  

 
Y así un hombre cualquiera  reconduce su musical despertar con un vivo y plastificado éxito de Cher, que la frecuencia modulada radia de buena mañana...

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