Un hombre cualquiera se pierde por las oficinas del Palacio de Telecomunicaciones
hasta alcanzar la azotea, desde donde observa, celestialmente, el trasiego de
la plaza.
El subsuelo de la ciudad oculta oscuros túneles metropolitanos,
inexplorados restos arqueológicos, heredados estacionamientos de parking y hasta
valiosos tesoros acorazados. Allí mismo, bajo el asfalto entre los arcos de la
Puerta de Alcalá y la cúpula de Metrópolis, se agazapan los tesoros de los
búnker del Banco de España. Este submundo se vigila por sofisticados sistemas
antirrobo, pero, sin duda, el más persuasivo lo activa la diosa Cibeles.
El emplazamiento de estos búnker les permite un singular sistema contra los
asaltos al interior de las bodegas. El aviso de intrusos activa un mecanismo
que filtra el agua de la fuente de la Cibeles hasta inundar las estancias;
ahogando las cleptómanas aspiraciones de los amigos de lo ajeno. Sin embargo, el
acuático sistema resbala sobre las impermeables hojas de la valiosa Caja de las
Letras. Allí la fuente de la eterna juventud alimenta las letras de Matute, los
celuloides de Berlanga, los personajes de Espert o los pasos de Ullate. Estos y
otros muchos representantes del arte se encapsulan contra el tiempo bajo la instructiva
mirada del mismísimo Cervantes. El creador de Don Quijote atesora las llaves
que guardan los objetos que inspiraron a los artistas. Junto a las marcadas herraduras
de Rocinante, el camino abierto por los dueños de las capsulas inspirarán las
pisadas de los que aún no saben ni caminar.
Y así un hombre cualquiera alerta del asalto al Banco de España al observar
un inesperado vaciado de las pezuñas de los leones de la Cibeles.
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