sábado, 23 de febrero de 2019

Lo inmaterial de lo imaginado

Un hombre cualquiera ejercita su imaginación al convalidar historias reales y experiencias ficticias en sus primeros 300 escritos.

Entre los huecos del teclado se agazapan los personajes, las ideas y los mundos sutiles a la espera de protagonizar relatos salvajes o de extraordinarias cotidianidades. La tinta brota de las teclas para imprimirse sobre los cuadernos de bitácoras. Así cada narración te transporta a lugares comunes y, también, a emplazamientos inimaginables. Y, casi sin pensarlo, alcanzar de esta forma un nirvana de puño y letra durante estos siete años en el Tíbet.


La imaginación es la única coartada que exime de la pena capital y del exilio permanente. Ciertamente, la auténtica libertad está en lo inmaterial de los pensamientos imaginados. Sin censura, ni cortapisas. Sin miedo a sentarse en el banquillo o subirse a un barquillo caminito de ultramar. Y siguiendo esta máxima, un hombre cualquiera ha imaginado el Prado en llamas; ha resucitado el surrealismo en la curva del bigote daliniano; ha otorgado el Nobel de literatura al alma de Lorca; ha llamado al más allá desde extintas cabinas telefónicas; ha traficado con alevosía y estraperlo a la requisada "Fariña"; se ha nacionalizado andaluz durante un 28 de febrero, como un aceitunero de Jaén más; ha cabalgado a lomos del alado Ondas; o, incluso, ha desmontado piedra a piedra el acueducto junto al mismísimo Diablo.

Y así un hombre cualquiera cierra los ojos para imaginar las historias que se inmaterializan en la memoria.

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