Un hombre cualquiera imagina un escenario hollywodiense escondido en la
cara oculta de la luna.
"Sin hijos bastardos no habría monarquías" y sin teorías
de la conspiración no habría mitos. Si todo fue un montaje el cartón pluma se
habría desmontado por los repiqueteos de la hoz y el martillo. Y si fue real
los argumentos del ultraje podrían entenderse como una campaña de marketing
para mitificar la altura del Capitolio. Al final la utopía de tocar el cielo
sirve para hacer volar nuestra imaginación. Y al final convertirnos en Buzz
Lightyear, surcando el espacio como un pequeño paso para el hombre...
Y un gran paso para la humanidad. Absorta ante la gravedad de la Tierra que
soportan los astronautas a su vuelta. Después de subir a los cielos y
convertirse en semidioses, deben volver a poner los pies sobre tierra firme. Eso
sí, antes de aterrizar les mantean y les llevan en volandas en una suerte de
engañosa aclimatación, hasta que las masas les dejan caer, por la inercia de la
fama, sobre el ingrato asfalto. Entonces, aquella celestial gloria revierte en
una mundana e infernal atracción compleja de gestionar. En ese momento, entienden
que el ostracismo por su hazaña es la letra pequeña del contrato por haber conquistado
el cielo.
Y así un hombre cualquiera cree que la cara oculta de la luna, hoy, es un
trastero para las teorías conspiranoicas y las estrategias de la guerra fría.
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