Un hombre cualquiera hace memoria de todo lo que ha escrito
de su puño y teclado y, sobre todo, de aquello que se dejó en el tintero.
La ciencia ficción es una realidad paralela sobre lo que no
pasó o que no alcanzamos a vivir por pertenecer a otra dimensión. Más allá de
creencias, experiencias o de Iker Jiménez; la curiosidad reclama de la imaginación
un ejercicio de ucronía. ¿Y si Hitler hubiera derrotado al general invierno? ¿Qué
habría pasado si Colón hubiera naufragado en mitad del Atlántico? ¿Y si la
Armada Invencible hubiera hecho honor a su nombre? O, quién sabe, ¿y si Lee
Harvey Oswald hubiera errado su tiro a Kennedy? A falta de un condesador de
fluzo que consiga arrancar al maldito Delorean sólo los escritores, los
maltratados guionistas y las noches de insomnio podrán imaginar lo que pudo suceder.
Por su parte, los arquitectos que no consiguieron anclar sus
cimientos más allá de sus bocetos, cuentan con las maquetas y diseños en una
especie de hibernación a la espera de plan de obra. Su imaginación queda, de este modo, registrada
en una eternidad provisional. La misma que hiberna sobre las copas de los
árboles del Retiro. Allí, Alberto de Palacio imaginó una bola del mundo de 200
metros de altura asentada en una nave espacial. Obviamente, el fluir de muchos de
estos bocetos imposibles se los lleva la corriente río abajo. Como el proyecto
del canal fluvial para conectar Madrid con Lisboa, bajo el reinado de Felipe
II. Menos mal que el rey prudente entendió lo incomprensible de tal empresa. No
como el insensato caudillo (por la gracia de Dios) que quiso enterrar el Teatro
Real sobre sus 22 pisos bajo tierra. Menos mal que algunos (proyectos) están
enterrados y bien enterrados. Aunque los estilos que los sustentan se adapten
al eclecticismo de la modernidad.
Y así un hombre cualquiera rellena nuevas libretas con
las ideas que nunca formaran una historia, pero que inspirarán realidades
inconexas para la imaginación
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