viernes, 23 de abril de 2021

Lo imaginado de los cuentos

Un hombre cualquiera encuentra una señal en Ordoño que reza 'aquí hay dragones'.

La calle alcanza las postrimerías de la sobremesa, convertida en un desierto encapotado y salpicado de espejismos, que reflejan, gota a gota, la regia cota de mallas. Los charcos se petrifican con las inmortalizadas fachadas y el frio metal de los candados, que encierran la vida a cal y canto. Una brisa templada azuza los toldos y plantas, hasta erizar el vello del caballero bajo su reluciente armadura, que se apagó unos segundos, en un azul oscuro casi negro.  La sombra se extiende calle adelante y la mirada del hombre atrapa al vuelo al inquietante dragón, que atemoriza a la ciudad.

Botines, Ana Arias
Botines, Ana Arias

Tras los tejados de la plaza, la bestia aterriza con su infierno encendido para la batalla. Y, de pronto, fuego, gritos y humo. El silencio marca un punto y aparte. El paso acelerado y metálico del caballero alcanza el final de la batalla y en piedra San Jorge sobre la boca del dragón celebra la victoria. Las garras se metalizaron en el entramado de la verja y las fauces se entrelazaron en picaporte, bornes y dintel. Las escamas tomaron el color de la pizarra, que sin tiza dibujaron el horizonte entre chimeneas, cubiertas y faldones. Y las 365 puñaladas que acabaron con la bestia se cristalizaron en ventanas para iluminar cada día la oscuridad que encerraba el monstruo en su interior. Los rayos del sol perforaron el mar de nubes en un empedrado gaudiniano que el arquitecto dibuja por la eternidad, sentado plácidamente frente a su Casa de Botines.

Y así un hombre cualquiera vuelve a creer en los dragones que se agazapan petrificados en la realidad.

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