domingo, 3 de julio de 2022

Lo laureado del luscofusco

Un hombre cualquiera se para erguido y marcial, abrazado a su yelmo con penacho, y con el reflejo del luscofusco sobre su coraza.


Allí magnánimo, colosal e imperial saluda el César. El contraluz le agiganta, pareciendo medir 20 metros sobre el campo de batalla, y un efecto visual le dibuja en una escala de grises, que resalta los claroscuros del guerrero entre la victoria y el infierno. El orgullo de su mirada recorre la muralla que le inspiró para la táctica de la tortuga. Una invencible defensa que amuralla a las tropas, lentas pero seguras, frente a la liebre que se agazapa en la moraleja. Y allí pétreo, el emperador parece posar para el artista que le cincela cada rasgo de su figura hasta convertirle en una obra de arte del Louvre.


Los laureles imperiales condimentan el triunfo encomendado por Marte y coronan los encumbrados pensamientos de la grandeza de su poder, que alcanzó el fin del mundo; la frontera entre el mar y el cielo para el cadalso del sol nuestro de cada día. Asombrado ante la patrimonial humanidad de Lucus Augusta, Julio César se retira a descansar convertido en un trampantojo senatorial de la antigua Roma.


Y así un hombre cualquiera alza el vuelo ante el Ave César al calor del Arde Lucus.

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