miércoles, 20 de julio de 2022

Lo conservado de los secretos

Un hombre cualquiera echa su currículum para ser guionista de Black Mirror.

En un anexo, el guión del capítulo que ha escrito para convencer a la productora y que ha titulado 'Conservación'. Interior, día, quirofano. Un niño sobre la mesa de operaciones está siendo intervenido para implantarle unos tubos de timpanostomia, ante sus acuciantes problemas de sordera. Durante la intervención, el doctor mandó salir a todo el equipo unos minutos. De un maletín sacó varias microcélulas que implanta al chaval. Lo último que se ve es al doctor en plano medio desde el interior del maletín. Lo cierra de un manotazo y la pantalla se va a negro.

En diciembre de 2019, la algarabía y el bullicio de la victoria en las elecciones llenan la sede del Partido Conservador en Londres. Boris Johnson ha ganado y se convierte en el nuevo Primer Ministro. Su alocado peinado le sirve de tapadera para las cicatrices en su pabellón auditivo y las zona parietal y temporal. La dicotomía humana entre cerebro y corazón, estaba corregida, en su caso, por los implantes que le habían colocado en su infancia. Un equilibrador artificial, que no contaba con el carácter impulsivo de aquel hombre que había nacido en el Upper East Side. El equipo, que le había elegido y monitorizado desde el MI6, había movido los hilos hasta convertirlo en jefe del gabinete de Downing Street. Él sería el garante de la esencia británica y que culminaría el Brexit. Un político conservador, de amplio bagaje institucional y con un punto excéntrico para aminorar los desmanes del aislamiento europeo. A partir de 2020, el sistema implantado le provoca algunas crisis de salud, que se ocultan por el equipo de comunicación con aislamientos por contactos Covid, contagios y hospitalizaciones. La pandemia le agudiza sus problemas y, continuamente, promueve fiestas para esparcirse de su inestabilidad, salpicando al resto de ministros por el PartyGate. Públicamente va mostrando síntomas extraños. En una declaración institucional frente a la Confederación Industrial comienza a hablar, sin sentido sobre Peppa Pig, con movimientos repetitivos y titubeantes propios de un fallo informático. Más tarde, durante la cumbre de la OTAN en Madrid se le observa humanizado ante los cuadros del Museo del Prado, durante la cena de gala. Quizás un síndrome de Stendhal que apacigua su artificialidad. Todo ello semanas antes de su esperada dimisión del ejecutivo. Frente al micrófono, comienza su último discurso en el Parlamento. Unas inapreciables interferencias, casi al finalizar, le mantuvieron callado unos segundos. Levanta la vista y se despide con un: "¡Hasta la vista, baby!". Su robotización parecía haber pasado a una nueva fase. El servicio secreto le ingresa de urgencia en sus instalaciones para extirparle el implante. Y, mientras tanto, su doble le suple en sus últimas apariciones públicas.

Y así un hombre cualquiera se sorprende a sí mismo mirando la pantalla apagada de su móvil, tras el plano final del monitor multiparametros con un pitido continuado que apagaba, a su vez, a Boris Johnson.


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