Un hombre cualquiera se cuela en la sacristía de San Pedro,
con alevosía y sin firewall, donde un regimiento de alzacuellos son consagrados
contra el abstencionista sindiós de la realidad.
El ciudadano de tamaño medio evita las sucursales vaticanas
porque sólo creen en sus posibilidades como representante de sí mismo sobre la
aspereza del asfalto. Y la verdad, el oscurantismo exterior e intrínseco de las
sotanas ensombrecen más que los románicos tragaluces de sus ermitas e iglesias, sin tributar bienes e
inmuebles, donde la luz de las velas y cirios pascuales sólo iluminan sin
llegar nunca a arder.
Los templos cuentan con fallos estratégicos de construcción
porque se acaban orientando, a través de sus estratosféricas agujas, a la
divinidad de los cielos y no a la necesidad que malvive a ras de suelo a menos
de una zancada de su pórtico. Y sin pecado concebidas, las celestiales cúpulas
se rellenan con el vacío de palabras que promulgan ruinosos hechos sin plan de
obra ni licencia de habitabilidad.
Y así un hombre cualquiera abandona la sede vacante porque
el cónclave no le permite acceder al divino wifi para enviar su encíclica
bloguera.
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